viernes, 16 de octubre de 2009

Historia, absolutismo y estado moderno ANTONIO LORCA SIERO

Si queremos entrar en las causas de la crisis del Estado de Derecho hay que remontarse a sus orígenes, siguiendo su progresivo desarrollo, para aproximarnos a su comprensión y tratar de adelantar posibles soluciones, y si esto no es posible, al menos constatar lo que no marcha debidamente, por dis-cordancia, al margen de la razón pura, entre la razón práctica y la razón histórica. Remontándonos al inicio de la andadura del Estado de Derecho, ya se puede apreciar una razón determinante de la crisis posterior, y no es otra que la incapacidad de la burguesía para realizar su proyecto inicial de la libertad^, igualdad y fraternidad. Porque cegada por su egoísmo y su afán de acaparamiento de capital, desprovista de la ética que hacía de la consecución de capital una profesión, perdido aquel inicial espíritu del capitalismo®, acabó alejándose del desarrollo práctico del modelo racional ideado por una intelectualidad utilizada —al igual que el pueblo— como elemento de tensón frente al sistema anterior en beneficio del poder capitalista. Y así, frente a la libertad colocó lo que llamó orden estatal, destinado a ahogar las iniciativas que surgen al amparo de la libertad y fuera de la ortodoxia oficial, dejándola como símbolo, y sólo realidad para su clase; sobre la igualdad situó los privilegios, falseando de esta manera la legalidad que propugnaba el Estado de Derecho(6); la fraternidad simplemente la ignoró.
Nacido el Estado de Derecho en buena parte de las naciones europeas culturalmente avanzadas a finales del XVIII o entrado el XIX, desde sus comienzos actuó respondiendo a las exigencias del nuevo capitalismo. Buscando fórmulas políticas se puso en marcha el coherente sistema de división de las distintas funciones estatales, resucitándose la teoría clásica de las tres partes del Estado(7), adecuada a las circunstancias de la nueva época por un noble ilustrado(8), que demandaba para su clase algo más de pro-tagonismo frente al poder absprbente del absolutismo —aunque éste lo fuera en teoría-—. La división de poderes, una ficción política que fragmenta la titularidad de las tres funciones del Estado, asignándolas a organizaciones diferentes, evitando con ello que un solo órgano controle íntegramente el poder, es una cuestión de simple lógica; puesto que si toda la potestad que la función comporta es asumida por un solo funcionario —que además es dueño y señor único al encontrarse en la cima de la organización estatal— fácil era intuir que acabaría estableciendo su ley convirtiendo a la sociedad en objeto de sus deseos por la fuerza. Como se trataba de un ser humano, aún en la cúspide del poder, pese a que le permitiera imponer su voluntad, siempre estaría manejado por los grupos de intereses y los que indirectamente dominarían serían éstos, bajo la soberana protección que, sin duda a efectos legitimadores, invocaría alguna doctrina. Esta es la panorámica aparente de la teoría, la real es que las funciones claves del Estado absolutista se repartan entre todos los grupos de nobles y no unos pocos que controlan al rey.
«De otro lado, el ahora es
tan fugaz que todo es
historia, la existencia del
hombre realmente sólo es
posible entenderla en tales
términos, porque sujetar el
presente es una labor tan
baldía como tratar de coger
el agua entre las manos; sólo
es posible retenerlo atándolo a una fotografía.»
Antes del advenimiento del Estado de Derecho, la conquista del poder pasaba por acceder al restringido grupo oligárquico que manejaba la voluntad y la decisión real. La clase nobiliaria lógicamente estaba representada en esa
minoría selecta(9), pero su cupo era tan reducido en relación con ella misma y sobre todo con respecto al tercer estado que se exigía una ampliación. A la vez, puesto que quien realmente ejerce el poder no es el monarca absoluto sino la oligarquía arropada tras el sistema absolutista, se imponía un cambio en la práctica política para desposeerla del excesivo poder formal, que, aunque propio de toda organización en decadencia, mantenía su vigencia. Se exigía a los dirigentes de la sociedad estamental adecuar su ya insostenible poderío al incipiente cambio ideológico que empieza a percibirse en la sociedad por el empuje de la burguesía, que acomete la tarea de ilustrarse e ilustrar al pueblo, que ve como aliado, acudiendo a las luces de una intelectualidad a la que se le ofrece la oportunidad de desarrollarse a su amparo, sobre todo por la menguante opresión absolutista, consecuencia del agotamiento del sistema.
Cuando Montesquieu desempolva la idea de la división de poderes de Aristóteles(10), no piensa en otra cosa que en el reparto del poder acumulado por la oligarquía para que en él participen un mayor número de nobles, dejando al pueblo lo que se considera meramente poder residual, e incluso se llegue a recordar al rey su papel de figurante en la comedia del Estado —no obstante, por si acaso, tira la piedra y esconde la mano, ocultando tras el anonimato la pluma que vuelve a sacar a la luz lo que no es sino un ejercicio de lógica política impuesta por las circunstancias del poder—. Lejos estaba de su intención aportar ideas a las masas —aunque se considere a Montesquieu colaborador de la ilustración—, para que se atrevieran a cuestionar el sistema de poder —pero resultaba que se las daba a la burguesía—; bastaba con que el rey con sus favoritos más o menos competentes —porque una inteligencia mínima aprende pronto el juego del poder—, ordenaran el gobierno, dejando el proceso cuasi científico de elaborar la ley a un cuerpo limitado de especialistas no comprometidos directamente con la tarea de gobernar, para que así las leyes consiguieran un mínimo de digni-dad y calidad jurídica que los encargados de la gobernabilidad eran incapaces de imprimirlas. Volvemos a reiterar la lógica, pero si antes era un ejercicio de lógica política, ahora lo es de lógica jurídica.
Quedaba la función de juzgar, innoble, más decadente que la propia política, pero que, aunque función represiva de los gobernantes, se veía como una actividad menor, siempre dominada por el ejecutivo y arropada bajo la solemnidad del rey; no obstante, aunque requería cierto grado de preparación técnica, se asigna al pueblo —lo que demuestra que lo jurídico en el sistema estamental no goza de la consideración nobiliaria—. Montesquieu se enfrenta al absolutismo y a la oligarquía por la vía de la lógica político-jurídica, aunque sin perder de vista los intereses de clase. Es decir, que frente a la arbi-trariedad y la sinrazón —ya que todo lo que va contra la conciencia social lo es—, se reclama un ápice de racionalidad.
«Curiosamente una disciplina como la historia,
que parte del puro estaticismo como elemento
de investigación, nos
permite adelantar muchas
veces la dinámica, ya que
existen elementos lógicos,
para, en base a su pasado y
las circunstancias de
presente, adelantar la
posterior actuación
siguiendo una razón
práctica, que en su
desarrollo desplegará la
razón histórica.»
Invocando el espíritu de las leyes, se ha contribuido a des-pertar a las conciencias y permitido el retorno al Dere-cho(11) sujeto a la lógica social, con lo que empieza a cuestionarse seriamente el sistema de los reyes de derecho divino(12). Rousseau, Diderot, D'Alambert,
Voltaire, entre otros, propugnan la ley social como exclusiva, a ella deben sujetarse todos los hombres, a la vez que se refuerzan con-ceptos que adquieren inusitada virulencia, la libertad, la igualdad, luego, la fraternidad; de aquella imagen del hombre en estado de guerra(13), al que la autoridad necesita poner orden para que con ella reine la paz y la seguridad en el Estado, se pasa al hombre social, consciente de sus limitaciones personales, obviables mediante el acuerdo de voluntades, y que respeta a los demás hombres porque es la manera de que le respeten a él y de conseguir su libertad. Cuando el empe-cinamiento del rey —alentado sobre todo por la oligarquía nobiliaria y clerical que quieren mantener sus privilegios feudales— le lleva a perder el trono y la cabeza, permite pensar que el sistema cristiano-monárquico-nobiliario es inservible, la sociedad le ha perdido el respeto a Dios y a sus representantes; la nueva vía de dominación social ya no pasa por la simple irracionalidad reverencial asentada en el temor, sino que acude al Derecho —aunque en sus primeros tiempos no esté exenta de terror— como emanación de esa conciencia social que no puede ser dominada por la voluntad de un farsante, con su corte de seguidores, que dice contar con el apoyo divino. Tras el absolutismo se pondrá fin al sistema de estamentos, y el capitalismo progresista —hay en esta fase del capitalismo algunos elementos de la burguesía alta que simplemente aspiran a aliarse o a fusionarse con la nobleza(14)— que toma el relevo ha aprendido la lección histórica, y acude al Derecho como ente de ordenación social, como instrumento de dominación y legitimación.
Tan pronto como la identificación Estadomonarca se desmorona, hay que replantear el ejercicio
del poder de gobierno que implícitamente reconoce la sociedad. Si como se planteaba desde los tiempos de la incipiente organización social, no era bueno que una persona asumiera el gobierno —aunque en la práctica se impusiera lo contrario— ahora, con un mayor desarrollo, se reforzaban las tres funciones básicas que intelectualmente conlleva el Estado y se proyectan a través de la realización práctica del gobierno o acción de desarrollar la voluntad social. Pero en términos de dominación oligárquica, las cosas no cambian, porque unos pocos, al igual que antes con la sociedad estamental, serán los arbitros de la nueva situación. El Derecho ya no se manejará en interés del monarca como expresión de la voluntad divina, sino en nombre de la legalidad burguesa, que con cierta pretensión de pureza dirigente dejará las funciones del poder estatal a los especialistas jurídicos que harán las leyes; otros, los políticos profesionales, gobernarán lo que a partir de aquel momento se llama nación; quedaba la función ejecutiva de la justicia —que con el reforzamiento del Derecho toma preponderancia— o ejercicio práctico de la ley, encomendada a funcionarios especializados. Si antes era posible que el que hacía la ley juzgara la conformidad o disconformidad de la acción, ahora hay que apartarle de este cometido, porque de lo contrario el legislador acabaría siendo el único poder, teniendo en cuenta la preponderancia adquirida por la ley.
«Remontándonos al inicio
de la andadura del Estado
de Derecho, ya se puede
apreciar una razón
determinante de la crisis
posterior, y no es otra que la incapacidad de la burguesía para realizar su proyecto inicial de la libertad, igualdad y fraternidad.»
Asumen los creadores del Estado de Derecho no sólo el principio de sometimiento al imperio de la ley y, a veces, muy tímidamente, aspiran a la consecución de la justicia(15) —pese al argumento de que la ley del Estado siempre es justa—, pero sobre todo a la realización de los tres
principios básicos del liberalismo ilustrado —libertad, igualdad y fraternidad— a través de instrumentos institucionales que garantizan los derechos individuales, la división de poderes y la democracia(16). Estamos en el Estado de Derecho, donde todo se somete a la voluntad social en forma de ley(17), bajo los principios de justicia, racionalidad y bien común —entendido como el bien de la sociedad en general, sin que sea cobijo del de unos pocos—, pero en el hori zonte del Estado sometido al imperio del Derecho ya aparecen obstáculos difíciles de salvar; debe enfrentarse y contrarrestar el nefasto influjo de los intereses de las individualidades capitalistas, cuyas intenciones no son coincidentes con las del resto de la sociedad. Y así, producido el cambio, sólo se ocupará de realizar lo que conviene a sus intereses de clase, atendiendo a las demandas sociales cuando sea inevitable, siguiendo una peculiar filosofía de la apariencia.

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